[El 7 de marzo de 2018, a las 19:30, Olga Palomino y yo mismo presentamos el libro La pìel del alma, escrito por nuestra compañera, la psicoanalista María del Mar Martín, en la libreria Alibri, situada en el número 26 de la barcelonesa calle de Balmes. Este es el texto que preparé para la presentación — JMB].
Presentar un libro consiste, en cierto modo, en intentar esbozar ante y para el otro las figuras que se le han ido apareciendo a uno cuando lo transitaba y, en este sentido, tiene más de exposición de una experiencia íntima que de descripción de una obra que quedará, por eso mismo, en última instancia, intocada. Una presentación, en este sentido, no sirve para nada. No tiene utilidad alguna; en realidad, no presenta nada; tampoco representa, ni aclara, ni explica, ni resume. Pensar lo contrario equivaldría a condonar una vampirización de lo presentado por su presentación. Y, en última instancia, a dar carta de naturaleza a una monstruosidad ambiente, con la que se regala asiduamente el perezoso intelectual: la idea de resumen. Ante eso cabe recordar al último Juan Carlos De Brasi: cuando le preguntaban «¿De qué va, tu libro?», él siempre contestaba «De leerlo, como todos».
Algún lacaniano fervoroso nos dirá, «¡Ahhh!, lo que no sirve para nada. Ud. se está refiriendo, entonces, seguramente, al goce». «Desde luego», le contestaremos, «tiene Ud. la razón, pero no toda. Es un gusto, sin duda alguna, presentar un libro como este: está maravillosamente escrito, en muchos fragmentos conmueve, hasta emociona, y siempre sin dejar de lado la precisión teórica y la finura conceptual, lo que no es poco. Ahora bien: lo que no sirve para nada —en el sentido de que no se realiza por la utilidad que se le encuentra— son también muchas otras cosas, como el gesto, la costumbre, el ritual o el reconocimiento, que no pueden, sin contorsiones, reducirse a la noción que Ud. menciona. Una presentación, efectivamente, es un gesto que señala al libro, sin necesidad de rozarlo, del mismo modo en que la mano que indica al invitado la silla en que sentarse no tiene porqué tocar el mueble. Es también una costumbre, un uso: y las costumbres (como percibió con toda lucidez Jung) están en relación de oposición exclusiva con la utilidad, con el para qué, que las desangran desde dentro. Es un ritual, algo que se hace en determinada circunstancia: los rituales, entre otras cosas, son excelentes contenedores de los afectos y ayudan a simbolizarlos y hacerlos sociales, pero no se realizan por esa razón. Finalmente, es un reconocimiento, del trabajo efectivamente realizado y plasmado en el libro. No se reconoce el trabajo del otro porque es útil, se lo hace porque es ético. En una sociedad basada fundamentalmente en el robo, es esencial, para no quedar aplastado, aprender buenas costumbres: reconocer el trabajo del otro es una de las más importantes».
Serán, entonces, esbozos de un tránsito personal. Intentaré centrarlos mediante cuatro lineamientos: la apertura conceptual, la desclasificación, la creación de lenguaje y la interpelación.
Ante el término «traición», pensamos inmediatamente en la traición sexual: «¿Has traicionado a tu pareja?». Se piensa también en traicionar un pacto: la historia reciente de Catalunya está llena de ejemplos de ello. O en traicionar al propio país. O a una determinada ideología. De un modo general, se traiciona a otros (o a una abstracción, pero con ello también a otros que creen en la misma abstracción), incumpliendo así un pacto que se había establecido con ellos.
La piel del alma va mucho más allá de esas resonancias familiares, abriendo el término de maneras inusuales e inesperadas, de manera que después de leer su libro ya no podremos seguir usando esa palabra del mismo modo en que lo veníamos haciendo.
La traición más fundamental, para la autora, es la traición a uno mismo. Eso ya es, en sí mismo, llamativo. ¿Acaso habría uno pactado algo consigo mismo? Ella nos descubre que sí, que en todos los casos eso sucedió: algo fundamental a lo que no se le da la más mínima importancia (y que, dicho sea de paso, merecería un posterior desarrollo).
Otra traición esencial es la traición a toda la Humanidad. Aquí también se precipita una pregunta: ¿habríamos pactado algo nada menos que con toda la Humanidad? La respuesta a esa pregunta abre la dimensión más urgente de una ética universal, actual y necesaria.
Otra traición mal estudiada: la de los padres hacia los hijos. «¡Cómo! Mi mamá, que siempre me quiso tanto, ¿cómo podría haberme traicionado?». Más allá de la coartada blandengue y llorosa de la irresponsabilización neurótica («Sí, soy neurótico, ¡pero es que mi mamá me hizo mucho daño!»), la autora se aventura en una ética de la paternidad. No deberían traerse hijos al mundo para arrojarlos sin protección alguna a la negatividad ambiente, pero no paramos de hacerlo, y así nos van yendo las cosas.
Una traición más, entre otras muchas, para terminar con las aperturas: la de la sociedad hacia el individuo. Vale aquí una precaución hermana de la anterior: no se trata de estimular un lloriqueo demasiado extendido («El mundo me ha hecho así, qué le voy a hacer»), sino de adoptar el punto de vista de un cuestionamiento ético radical de lo social mismo, como una manera más de instalar las resistencias necesarias ante una implosión acelerada que no por ser de «lo de fuera» deja de amenazarnos «desde dentro»; tales distinciones y oposiciones deben ser cuestionadas, no corresponden con el estado de cosas o, dicho de una manera más sencilla y quizás más clara, no describen bien la realidad en la que vivimos, y mucho menos aquélla en la que deberíamos vivir.
«Dentro y fuera», «individual y social», «egoismo y altruismo»... La pasión clasificatoria reproduce, desde el terreno conceptual, aquéllo que aisla, desvincula y aliena. Manda a cada concepto a su cubículo, como si fuese un oficinista (evitaremos le redundancia de escribir «oficinista alienado»). Las paneles de separación no llegan al techo; en todas partes se respira la misma atmósfera: entre la música ambiental, resuena el sonsonete, tan repetido que ya no se lo advierte: «especialízate, y compite con los de tu especialidad; lo demás, déjaselo a los expertos, individuo mío».
Va quedando todo como impregnado por una suerte de imperativo del corte, de la separación, en última instancia de la desvinculación: «aíslate», se le recomienda al ciudadano, «el otro es tu competidor, tu enemigo; lo más probable es que te traicione; no confíes en nadie, ya sabes que la gente es muy mala; no te alíes, mira cómo terminó este, y aquél, y aquél otro; hazte crecer a tí mismo, y alcanzarás el éxito; a expensas de quién, no debe importarte: ¿acaso les importa a los demás?».
La piel del alma proporciona, sobre ello, un lucidísimo y certero diagnóstico: nos hallamos ante un avance, sin freno aparente, de la pulsión de muerte, la reina muda: efectivamente, ella reúne y engrosa sus fuerzas bajo el manto del imperceptible silencio y sólo deviene observable mediante sus efectos de devastación: la desvinculación.
Una desvinculación que —para combatirla desde su mismo concepto— ya no va a ser sólo «afectiva» o «intersubjetiva», «intelectual», «social» o «familiar». El vínculo se dará, y va a ser atacado, entre las personas, pero también en muchos otros entres: los conceptos, las ideas, la propia continuidad en el relato del paciente, su rechazo de los principios más elementales de la lógica, el ser humano y su utopía, etc.
En este sentido, La piel del alma es un valiente ejercicio de combate contra la desvinculación que se nos quiere imponer: el combate se plantea desde un «ya realizado» en la re-unión de los conceptos, a los que se ha forzado a salir de sus cubículos. Aire fresco, así, para posibilitar una reflexión des-clasificada, cada vez más necesaria.
A partir de aquí voy a ir dejando que sea el propio libro el que se presente, haciéndolo presente; ya he dicho, quizás, demasiadas cosas. Añadiré una más: se trata de un libro atravesado por una escritura que se vuelve, en ocasiones, muy poética. Hay, es indudable, creación de lenguaje. Eso no debe ser explicado sino, en cualquier caso, indicado. Copio, pues, la sección final del segundo capítulo; ambos llevan el mismo nombre: «Cicatrices».
Un hombre es piel y, con los años, piel marcada. Las cicatrices son marcas, pero también tejido nuevo, una sensibilidad diferente que sustituye a la primera. Ahí donde se hirió, donde se desgarró el vestido original, teje el hilo que une lo antiguo con lo nuevo. La cicatriz es la historia de lo que rajó la piel, el relato de cómo pasó, el tacto nuevo que contiene la memoria. Una herida escondida, que sangra pero ya no duele, es una traición. Una cicatriz al aire, no sangra pero te mira. Es tu nueva piel, te mira para que sigas.
Para terminar: el libro, en muchos aspectos, interpela al lector. Le fuerza a (re-)plantearse determinadas cosas, lo re-mueve, lo des-fija: en este sentido, se sitúa en la dirección de la cura (F. Jullien). Es un libro que intranquiliza, que inquieta; en otras palabras, que hace pensar. En ocasiones, la escritura salta por encima de la barrera del terreno conceptual y dirige directamente su acusación al lector, haciéndole sentir lo verdadero de «Nadie es inocente». Copio la «Puerta de salida», titulada «Tú ya lo has visto».
Has visto una luna, imperfecta, llena. Has visto un cuerpo, fragmentado, entero. Has visto las sombras en un planeta que refleja luz. Has visto las cicatrices en tu piel apagada.
Has dado más vueltas en tu tierra de las que esperabas y has sembrado tú solo tu dolor.
Has traicionado al padre, a la madre, al niño, al viejo, al fuerte, al débil y al héroe que hay en ti.
Has visto una luna mirar cada noche una atmósfera que muere. Pero sigue ahí.
Has visto a alguien que ama, has visto a alguien que puede, has visto a alguien muerto desear la vida hasta lo insoportable.
Has visto el llanto, la impotencia, el asco y la batalla.
Tú ya lo has visto. Y decidiste mirar a otro lado.
Ya está: tomo yo también esa misma puerta. Les dejo, entonces, con María del Mar Martín.