[NOTA INTRODUCTORIA: Escribí este texto, que fue publicado originalmente en el blog del EPBCN, el mismo día de la muerte de Enric Boada, el 15 de enero de 2019, por la mañana; tuve ocasión de leerlo en voz alta, dos días después, el siguiente día 17, ante los asistentes a la ceremonia de cremación, celebrada en el cementerio barcelonés de Montjuïc. He trasladado el escrito a mi blog personal, porque creo que es el lugar que, en realidad, le corresponde, considerando su naturaleza. Además, he aprovechado el traslado para añadir unos cuantos enlaces que faltaban, así como para realizar, también, algunas pequeñas mejoras de redacción, que no han alterado en nada el sentido original].
Esta medianoche murió Enric Boada. Fue uno de mis dos maestros. El otro, Juan Carlos De Brasi.
Conocí a Enric en 1980, cuando yo tenía 20 años. En una España que intentaba extraerse, somnolienta y casposa, del inacabable franquismo (ahora podemos constatar que nunca terminó de conseguirlo del todo), Enric, y también su pareja de entonces, Uma Ysamat, que lo acompañaba y hacía equipo con él, eran algo completamente inédito. En un país de retacones morenos, tipo Fernando Esteso, él era rubio, de ojos azules, y altísimo. En un país donde —y sigue pasando— la ideología venía determinada, todavía, por el consejo de Franco, «haga como yo, no se meta en política», se expresaba como le daba la real gana, para espanto de las beatas de diversos plumajes. En un país donde los intentos de liberación estaban segmentados y desconectados, él practicaba y enseñaba cosas en las que se podían encontrar elementos del marxismo, del anarquismo, del ecologismo, del mayo del 68, de las distintas tradiciones espirituales, etcétera, discriminadas y evaluadas con un agudísimo sentido crítico.
En un mundo de muertos, Enric estaba vivo.
Le interesaba mucho la espiritualidad, pero a la vez era un gozador de la sexualidad y de la vida. Había trabajado en marketing, había sido director de la sucursal de una multinacional en España, había militado en el antifranquismo (en el Frente de Liberación Popular), había recorrido a pie la costa sur del Mediterráneo con los nómadas del desierto, había viajado por todo el mundo, había estudiado Derecho y Economía. Hablaba castellano, catalán, francés, inglés y árabe, y sabía un poco de alemán.
En ese momento de su vida (y siguió así hasta que se murió) daba clases de «yoga». Escribo «yoga» entre comillas, porque practicábamos muchas cosas más: meditación zen (Enric había estudiado con Taisen Deshimaru en París) con su correspondiente kinhin; yuki y katsugen, de la escuela del Seitai (Uma estudió, hasta su muerte, con Katsumi Mamine, discípulo de Haruchika Noguchi e introductor del Seitai en España); masajes de distinto tipo; etcétera. En ese momento estaba de moda la expresión «crecimiento personal». Todo lo practicábamos desde la óptica de un sano escepticismo: si la práctica nos iba bien, la adoptábamos, y si la teoría que acompañaba a la práctica no nos interesaba o nos resultaba difícil de creer, pues prescindíamos de la teoría. Un ejemplo contemporáneo sería el reiki: una práctica estupenda cuya desgracia es la teoría que la acompaña.
Enric era raro, para ser un profesor de yoga, porque era también, y a la vez, un intelectual. Leíamos a Jean Baudrillard, a René Girard, a Edgar Morin, a los hermanos Panikkar, a Jacques Lacan, a Alan Watts…; y nos pasábamos los libros para comentarlos.
En esa época varios de los estudiantes nos reunimos en un grupo «especial», a sugerencia de Enric y Uma. Era para los que queríamos ir «más a fondo». Muchos terminamos trabajando en cosas más o menos «alternativas». Pienso en Carme Tarrida, en Paco Lacueva, en Nuria Padrós, en Teresa López, en Toñaco Pericó, en Juan Ramón Giménez, en Pierre y en muchos más que me dejo por falta de memoria y de espacio. Éramos todos jóvenes, con ganas de mejorar y aprender. Fue maravilloso. Muchos hemos conservado la amistad durante casi cuarenta años.
Enric parecía considerar que yo era muy brillante, de modo que, por decirlo así, me «adoptó», y empezó a contarme todo lo que pensaba, con todo lujo de detalles, sin ahorrarme nada. A mí, desde luego, no me cabía mucho en la cabeza, lo que me contaba, pero, por otra parte, estaba absolutamente deslumbrado y quería, con toda mi alma, entenderlo. Me costó varios años —bastantes— poder ir integrando lo que me contó. Enric parecía llevar consigo, como si fuese una prenda muy amplia, una especie de atmósfera, en la que uno se veía envuelto. Cada vez que me encontraba con él se producía en mí algo muy distinto de lo habitual, como si su presencia modificase mi ser más íntimo y me introdujese en una parte de mí que era mejor que yo mismo, alguien que quizá podría llegar a ser. Con el tiempo, fui siendo eso, entre otras muchas cosas. Me dicen los amigos que lo conocieron más adelante que siguió conservando ese don, tan escaso que se hace dificilísimo de encontrar, hasta el mismo momento de su muerte.
Estudié con él durante la década de los ochenta; después, la vida me fue llevando por otros derroteros. Siempre mantuvimos la amistad: de cuando en cuando quedábamos, nos emborrachábamos y hablábamos largo y tendido. Ocho o diez horas era lo habitual. Siempre tuve la sensación de que retomábamos la conversación en el punto exacto en el que la habíamos dejado, aunque eso hubiese sucedido varios años antes.
En mayo de 2012 me lo encontré, por casualidad, un día, mientras caminaba por la calle. Le pregunté si le interesaría dar clases de yoga al equipo del epbcn, y aceptó en seguida. Desde ese día hasta el de su muerte, vino todos los viernes a dar la clase, sin faltar nunca, y se quedó también siempre, después, a cenar con nosotros. Todos los del equipo y algunas personas más (Mar Martín, Silvina Fernandez, Olga Palomino, Carlos Carbonell, Laura Blanco, Ana Sáncer, Ana Viñas, Eva Rodríguez, Pilar Del Rey, Esther Verdaguer y otros) pudieron beneficiarse de conocerle y de lo que podía enseñar y transmitir. Varios desarrollaron una relación amistosa y profunda con él.
Hace cuatro años decidió escribir un nuevo libro, y nos pidió ayuda. Mar Martín, Carlos Carbonell y yo mismo nos pusimos a la tarea. Él siempre decía «cuando termine el libro, ya me podré morir». El mismísimo día en que fue a visitar a la directora de la editorial Icària con el borrador del libro, le detectaron un cáncer metastásico en páncreas e hígado.
El 23 de noviembre pasado presentamos, con Mónica Boada, su hija, en el hotel Casa Gràcia de Barcelona, la edición preliminar del libro, titulado ¿Imbéciles para siempre? Parar, inspirar y recrear el mundo. La presentación, muy emotiva, fue un éxito. El libro se puede comprar en Amazon.
Enric pudo despedirse de la gente que amaba y ha muerto tranquilo, con música, inmejorablemente atendido. Ha sido alguien realmente singular, absolutamente irrepetible. Me siento honrado de haberle podido contar entre mis amigos, y privilegiado de haber podido ser su alumno. Todos le echaremos mucho de menos.
Josep Maria Blasco, mediodía del 15 de enero de 2019.
* * *
Este artículo ha sido reproducido con autorización en la revista en línea «Yoga en red».