El artículo que citas [Vales lo que valen tus amigos, de Alfonso Aza Jácome] constituye un ejemplo perfecto de porqué deberíamos cuidarnos mucho de tener amigos. Es que se trata de una noción inconsistente, idealizante y, en última instancia, insalubre.
La idea de amistad está demasiado manoseada: todo el mundo habla de ella, todo el mundo se jacta de tener muchos amigos, o de tener muy pocos pero selectos, o al menos seleccionados; o de encontrar su auténtica fuerza en ellos; o se lamenta de tener pocos, o de tener demasiados y no poderlos atender a todos; o de haber sido traicionado por ellos, y así sucesivamente, hasta el infinito.
Por importar una noción sacada del ámbito de los lenguajes de programación, la noción de amistad está overloaded, sobrecargada; cuando A dice «amigo» y B asiente, la probabilidad de que se estén refiriendo a lo mismo tiende a cero.
Este manoseo, esta sobrecarga, se detectan rápido: es que aquél que se entrega a componer un panegírico sobre la amistad incurre en seguida, con regularidad, en variadas inconsistencias.
Veámoslo en el artículo que citas: «la amistad es innecesaria [...]. Para sobrevivir no tengo la obligación de ser amigo de nadie. Tampoco nadie tiene necesidad de mi amistad». Poco después: «vivir sin amigos no es vivir». ¿En qué quedamos? Claro, se me dirá: el autor opone la mera supervivencia (sin amigos) a la vida auténtica, aquélla en la que vivir sí que es vivir, en la que se los tiene. Concedamos eso; pero «innecesario» y «no obligatorio» parecería querer decir que se puede tener una vida decente sin amigos; si la vida no es decente (o auténtica, o plena, o lo que sea que guía en su escritura al autor) sin amigos, ¿cómo pueden estos ser «innecesarios», como puede «no» ser «obligatorio» tener amigos?
En la misma línea, la proveniencia de los amigos es, en el citado artículo, sumamente incierta: ora es un producto de la voluntad («es necesario distinguir al compañero del amigo: el primero es involuntario o accidental; el segundo, voluntario y decidido»), ora es una bendición azarosa, un producto de «la fortuna» («Si tienes amigos dale gracias a la vida por haberte dado la fortuna de contar con ellos»).
Por otra parte, a la noción de amigo se le pide mucho, muchísimo: esa sobrecarga es también literal, se le hace soportar a la noción demasiado peso. En el artículo queda muy claro: un amigo, por lo visto, «es un tesoro» (topicazo, by the way), que «no tiene precio» porque es «otro yo». Cuesta desmadejar este embrollo.
Uno. Si mi amigo es mi «otro yo», me estoy, en última instancia, amando a mí mismo cuando amo a mi amigo. Y, si tengo, como suele ser habitual, el ego un poco hinchadito, pues, claro, encuentro en el otro (que, no lo olvidemos, es otro yo y, por lo tanto, en última instancia, soy yo mismo) un «tesoro», que «no tiene precio». Soy el autor, el actor principal, el público y la claque, y me aplaudo muchísimo, entusiasmado: «¡inapreciable!», «¡tesoro!». Todo es muy edificante y conveniente, puesto que todo queda en casa.
¿No sería, quizás, a lo mejor, más interesante vincularse a aquél que no es «otro yo», a aquél que es radicalmente, para mí, un Otro, a aquél en el que no me puedo ver reflejado puesto que no es mi semejante, ya que no se me asemeja? ¿No sería, ese vínculo hipotético, si existiese, más sano y más conveniente para mí, puesto que en la radicalidad de esa otredad estaría la única posibilidad de que yo evolucionase, me transformase, cambiase, deveniese, con trabajo y con el tiempo, yo también otro? ¿No será la búsqueda de «otros yoes» otra cosa que la manifestación estéril de mi propio narcisismo? Pero, claro, ¿esa relación con un Otro, es todavía «amistad»?
Dos. Madeja, embrollo: «no tiene precio», pero, unas líneas más tarde, leemos: «la lealtad y la correspondencia son las monedas con las que se compra este tesoro»; ya tenemos, pues, las «monedas» con las que se «compra» un «tesoro» que «no tiene precio». Todo muy lógico, claro y diáfano, fácil de entender.
Pero, cuidado: he dicho que es una noción insalubre. Ello se debe a lo siguiente: si uno se deja fascinar por este lenguaje inconsistente; si uno se deja martirizar por la familia («Venga, Pedrito, a ver si sales más, ¿por qué no tienes amigos, como tu hermano Ramón») —y ¿cómo resistirse a esa presión cuando uno es tan chiquito e inerme?—; si uno se deja presionar por los compañeros de ese campo de concentración llamado «colegio» («no tiene amigos, no tiene amigos, nana-nana-nana; no tiene amigos,...»); si uno consume literatura barata como el artículo que citas, que es la que más abunda; si pasan todas estas cosas, entonces uno queda absolutamente convencido de que tiene, imperiosamente que tener amigos. Ya no es una idea, discutible como todas las ideas: es el mundo. La noción se ha naturalizado. «¡Venga, sal a buscar amigos, es lo natural, hombre!». Todo el mundo, por lo visto, los tiene; es lo natural. Sin ellos, se nos dice, la vida no merece la pena; ni siquiera es vida («vivir sin amigos no es vivir»). Son un tesoro. Hay que conseguirlos a cualquier precio. Pero no tienen precio. De cualquier manera; a cualquier precio. Todo el mundo los tiene. El que no los tiene es objeto de coacción, segregación e irrisión.
La presión social hace aparecer como una «necesidad», como algo «obligatorio» (por mucho que diga el autor, por mucho que diga el artículo) tener amigos. Pero la noción es inconsistente, es contradictoria en sí misma. Conseguir algo inconsistente es imposible, puesto que lo inconsistente no existe. Henos aquí sintiendo que lo más importante en la vida, el «tesoro», es algo que no existe.
Y además se lo pedimos todo: Un amigo «[es] una persona con la que se puede pensar en voz alta». Yo pensaba que eso, si acaso, se hacía con el psicoanalista. En general, la gente común no puede pensar en voz alta sin causar importantes destrozos. Desatina y delira, hiere sin saberlo; además, no sabe expresarse, ni escuchar al otro. Aprender a pensar en voz alta sin causar destrozos suele llevar bastantes, en general muchos, años; no viene de serie. O quizás el autor del artículo no tiene ni la más remota idea de lo que es pensar. Pero no seamos tan estrictos con él: lo más probable es que la misma noción de «pensar» esté, ella misma, también sobrecargada; no debemos estar hablando de lo mismo.
Lo que viene a continuación es una perla: «Incluso un amigo lo sabe todo de ti y, a pesar de ello, te quiere y aprecia». ¿Perdón? ¿«A pesar de ello»? ¿Qué es esto? ¿Si alguien lo supiese todo de mí, en general, huiría espantado, aterrorizado, asqueado, pero mi amigo, no se sabe muy bien por qué, de todos modos «me quiere y me aprecia»? ¿Qué teoría del mundo es esta? Y, además, ¿qué representación de sí mismos supone el autor que los seres humanos tienen? ¿Cómo puede generalizar así? Debe ser algo que le pasa a él. Yo, por ejemplo, siento que cuando más se me conoce más digno de amor soy: ni me jacto de mis habilidades, ni me avergüenzo de mis errores, sino que intento armar una historia, historizarme, narrar mi propia vida, cada vez mejor, con el tiempo, de un modo más inteligente y más sentido, asumirme, integrarme, es una tarea infinita. Cuanto más se sabe de ella, de mi vida, más se me puede apreciar, no menos. En cuanto al «todo», eso ya sería otra historia: no se puede saber «todo». Pero tampoco quiero ocuparme de «todo», o sea que no seguiré por esta línea.
En fin, no sigo. Alguien me dirá: «Pero, entonces, ¿qué propones? ¿Vivir sin amigos? ¡Qué horror!». Pues sí, al menos como posibilidad. Y, desde luego, no es ningún horror. Se notará que no he dicho sin vínculos, sino sin amigos. No quiero llamar amigos a mis vínculos, no quiero cometer ese error, no quiero hacerles ese feo: sería estropear relaciones magníficas con una noción manoseada y absurda; sería tirarles por la cabeza, y tirarme encima de mi propia cabeza, una serie de requisitos (lo sabe todo de tí y, sin embargo, no huye despavorido; se lo cuento todo, como si fuese mi psicoanalista; tiene precio pero no tiene precio pero aquí están las monedas para mi tesoro; etc) que nadie puede cumplir.
Pasa lo mismo, incidentalmente, con la noción de pareja. O con la de amante. Ya no digamos con la de matrimonio. O los compañeros de trabajo. Son nociones que no funcionan porque no pueden funcionar. Son nociones malignas, insalubres, dañinas. Son nociones que habría que, urgentemente, revisar. Así no se puede vivir.
Freud, en El malestar en la cultura, se pregunta «¿Qué anhelan los hombres?», y se responde «Alcanzar la dicha y conservarla». El problema, en su concepción, es que el aparato psíquico no soporta una gran cantidad de placer por un tiempo prolongado. Por tanto, continúa, no es posible ser feliz todo el tiempo (podríamos objetar a esto, aunque fuese parcialmente, pero desde posiciones pertenecientes a la mística). Si el placer contínuo no es alcanzable, continúa Freud, entonces podemos ocuparnos al menos de atacar el problema por el lado opuesto: miremos de minimizar el displacer. Y ¿cuáles son las fuentes de displacer? Freud distingue tres principales: la decrepitud y caducidad del propio cuerpo, que envejece y se deteriora, nos causa dolores, etc; la omnipotencia de la Naturaleza (en este momento de la Covid-19, no hace falta que siga); la insuficiencia de las instituciones de las que nos hemos dotado para regular nuestras relaciones con los demás.
Para llegar a este tercer punto, hay que pasar unas cuantas curvas. Al principio parece que diga que lo que nos causa dolor son las relaciones con los demás, y punto. En este sentido, estaría cerca de Sartre: el infierno es el otro. Pero después lo matiza: «la insuficiencia de las instituciones de las que nos hemos dotado...».
Ha pasado un siglo desde que Freud escribiera esto. En este siglo, nos hemos entregado con pasión a la ingeniería del cuerpo: ahora vivimos casi cien años, estamos mucho más sanos, etcétera. Nos hemos entregado, también con pasión, a la ingeniería de la Naturaleza. Es mal momento para decir esto (otra vez la Covid-19), y además está todo el problema de la sostenibilidad, la huella ecológica y todo eso, pero es clarísimo que hemos hecho grandes progresos: con un simple toque de nuestro móvil, activamos la calefacción o cambiamos la intensidad de las luces; no pasamos frío en invierno, ni calor en verano; hemos desterrado la humedad y las plagas de nuestras casas, etcétera.
¿Y en lo que se refiere al tercer punto? Nada, aquí no hemos hecho absolutamente nada. Seguimos viviendo como hace un siglo. No hay, a nivel colectivo, ingeniería de las relaciones sociales, de los vínculos. Claro que hay mucha gente que intenta vidas alternativas, pero seguimos, metafísicamente, creyendo en cosas como los «amigos», la «pareja», la «suegra», o los «yernos» (por no hablar de los «cuñados», ya que se encarga de ellos, con asiduidad y más que probada solvencia, Joan Batet). Creer en los «amigos» es equivalente a creer en los unicornios, pero bastante más dañino, porque unicornios no hay, pero, aunque amigos tampoco, personas a las que confundir con amigos sí que hay algunas. Bien mirado, que tanta gente ande perdida persiguiendo cosas imposibles es una auténtica desgracia, tanto a nivel social como individual. Una desgracia.
Inventar sin etiquetar. Usar nociones no sobrecargadas: si no hay ninguna a mano, es preferible crear, uno mismo, las propias metáforas. Jamás querer lo que otro ha querido: nunca hallaremos eso, porque nunca estaremos seguros de si lo hallado (el «tesoro») es o no es realmente, lo que el otro quiso o encontró; además, nos estaríamos extraviando en el camino del otro, que nunca será el nuestro. Nunca buscar, nunca seguir el camino de otro. No hacer nada. En ese no hacer, algo deviene, y eso que deviene es nuestro caminar, que no nuestro camino. «Ya por aquí no hay camino, que para el justo no hay ley», escribe Juan de la Cruz en su Subida al Monte Carmelo. En ese no camino, se encuentran cosas. Y eso que se halla, sin buscar, es el auténtico «tesoro», no porque no tenga precio, aunque en general es verdad que no lo tiene, sino porque es lo genuino, no es el deseo del otro, ni la alucinación producida por una noción sobrecargada.
Un abrazo,