Hola, David
Coincido plenamente contigo en que «la salud mental ha de salir más del armario», pero me gustaría añadir a ello una precisión que estimo importante. En medicina, la salud se define, como es bien sabido, de un modo negativo: se define como la ausencia de enfermedad. La OMS ha querido puntualizar, añadiendo a esa definición que se trata de «un estado de perfecto bienestar físico, mental y social».[1] Ambas definiciones son tremendamente ingenuas, ya que dan por sentado (A) que sabemos qué es una enfermedad, y (B) que conocemos lo suficiente acerca de esos «estados de bienestar».
(A) es falso, porque hay muchas cosas que nos enferman y, sin embargo, no las conocemos, con lo que no podemos darnos cuenta, claro está, de que nos enferman. Una prueba bien palpable de ello, por escoger sólo un ejemplo concreto, son los notables progresos que se han venido realizando, en los últimos años, en el combate contra el machismo. Hoy día se está tomando una consciencia cada vez más plena, al menos en determinadas sociedades, de que no está bien que las mujeres no puedan ir tranquilas y solas a determinados sitios. Eso, el hecho de que no puedan, es enfermante, desde luego que para la sociedad como un todo, pero también para todas y cada una de las mujeres, que sufrirán entonces miedo, inseguridad, ansiedad, angustia, culpa, y otros muchos efectos devastadores, no sólo en su vida social y en su psiquismo, sino también y muchas veces ya en su cuerpo mismo. Un análisis similar se puede aplicar a las personas con elecciones de objeto o expresiones de género no estándares, a los transexuales, a los inmigrantes, a las personas racializadas, etcétera. Antes, estas cuestiones no se tomaban en consideración. Se nos impone la conclusión, por tanto, de que antes padecíamos de toda una serie de enfermedades, que ya estaban ahí, aunque no éramos conscientes de ellas. Habrá, en consecuencia, otras tantas, ahora mismo, que estamos padeciendo, sin que seamos tampoco conscientes de ellas, ni podamos, en este mismo instante, serlo; quizás lo seamos más adelante. No resulta creíble que, justo ahora, hayamos terminado con todas las enfermedades desconocidas: no se puede sostener, de un modo racional, esa postura.
Y los que acabo de traer son sólo unos pocos ejemplos, entre tantos que existen y que también podrían ser citados.
(B) es también falso, entre otras muchas cosas, porque ese «perfecto bienestar» está más cerca del patrimonio de la mística que de los saberes que se esperan de la OMS. El ciudadano medio, eso es diáfano, no tiene ni la más remota idea de los «bienestares» a los que se puede llegar mediante determinadas técnicas, mediante la ingesta de determinadas substancias, mediante ciertas prácticas sexuales extremas o simplemente no normativas, mediante la adopción de modalidades vinculares no habituales. Ni la más remota idea. Y la OMS, que no es otra cosa que una gran colección de burócratas, pues todavía menos; menos, desde luego, que el pobre ciudadano normal. Uno recibe la impresión de encontrarse escuchando loas a las bodas místicas del alma con Dios, à la Juan de la Cruz, pergeñadas por Director General con traje y corbata.
Para complicar todavía más las cosas, habría que recordarles a estos aficionados de la OMS que el «bienestar», para el ser humano, no es algo que se pueda conseguir y después mantener indefinidamente, así, como si tal cosa. El bienestar, cuando se consigue mantenerlo, enseguida desaparece y, al contrario, sólo consiente en aparecer cuando antes no se disfrutaba de él. El aparato psíquico del ser humano sólo reconoce los contrastes, eso hace tiempo que es bien sabido. Cuando algo cambia, pasa a merecer nuestra atención, pero, cuando todo resulta igual, eso que resulta igual queda des-contado, para que podamos así centrar nuestra atención y nuestra consciencia en aquello que sí que cambia, en lo que se modifica, en la novedad, en lo potencialmente peligroso.
Ese funcionamiento del psiquismo nos ha comportado una tremenda ventaja evolutiva, pero nos hace a la vez incapaces, en términos generales, de sentir una felicidad sostenida, una alegría continua, o un bienestar permanente.
Sólo conozco dos maneras de sentir un bienestar de forma permanente. La primera y la más eficaz, la vía que es para todo el mundo, consiste en drogarse. Con drogas facilitadas por la psiquiatría medicamentosa, como los inhibidores de la recaptación de la serotonina, que son tremendamente eficaces para esos propósitos, o mediante alguna práctica mística, que genere, de forma endógena, substancias que, en última instancia, son equivalentes, cuando no las mismas, y que producirán efectos muy similares.
La segunda es más filosófica y, en cierto modo, más difícil. Consiste en darse cuenta de que se experimenta un bienestar que no se está experimentando. En darse cuenta de que uno está siendo feliz de un modo continuo y, precisamente por eso, no puede darse cuenta de que está siendo feliz. En comprender que, debido a la arquitectura misma de nuestro psiquismo, la felicidad es necesariamente elusiva, que ya no puede ser algo que impresione nuestra sensibilidad, nuestra experiencia más inmediata. Que la felicidad, el bienestar, ya sólo pueden ser experiencias de segundo orden, en las que intervenga la razón, la vieja facultad de contemplación (aunque no la racionalización, desde luego). Que podemos vivenciar una felicidad de segundo orden, contemplar, por así decir, la felicidad que no podemos, por la estructura misma de nuestro aparato psíquico, sentir. Una suerte de amor intellectualis Dei.
En cuanto al calificativo de «perfecto» que utiliza la OMS, ya me parece que es demasiado, se han pasado cien pueblos. ¿Con qué cosa de la realidad comparan los señores de la OMS, si puede saberse, un «bienestar» determinado para poder después decidir si se trata o no de un bienestar «perfecto»? Teniendo en cuenta, además, que el bienestar es algo subjetivo, ¿cómo pueden saber, a partir de las declaraciones de alguien, que eso que dice haber experimentado consiste, efectivamente, en un bienestar «perfecto»? ¿No deberían antes haberse tomado el tiempo de forjar en ese sujeto una amplitud de experiencia capaz de albergar todas las perfecciones, y de haber impreso en su alma el repertorio completo de todos los éxtasis, deleites y felicidades —si es que eso pudiese ser hecho—, para poder garantizar así que las posteriores declaraciones de ese mismo sujeto, así forjado y ampliado, sobre la «perfección» de su bienestar, tuviesen la más mínima pizca de sentido?
Pero, claro está, ¿cómo podría hacer eso, esa colección de burócratas, que tan osados resultan, por otra parte, en sus definiciones? Es completamente imposible.
Por tanto. Sí, coincido contigo, la salud mental debería salir del armario. Pero, antes de dejarla salir, tendríamos que poder preguntarnos qué es, esa salud mental, preguntárselo a ella misma: salud mental, ¿qué eres? Y, entonces, nos daríamos cuenta de que no tenemos ninguna definición buena de lo que es, semejante artefacto, ni de qué se trata. Eso, desde luego, no debería desanimarnos, ni desalentarnos, ni deprimirnos: sólo debería hacernos más prudentes. Nos debería obligar a una reflexión previa, a un trabajo previo. A un trabajo previo de delimitación, de deslinde, de definición. Deberíamos definir lo que es la salud mental, para poder después, quizás, operar con ella. Y definir, en cierta manera, es inventar. Deberíamos inventar una forma de salud mental. Desde luego, claro que sí: lo que vivimos ahora, lo que tenemos alrededor, lo que consideramos normal, lo que nos resulta habitual, no puede ser calificado precisamente de salutífero; es, más bien, algo completamente enfermante. La salud mental, descubriríamos entonces, no está escondida, ni guardada en un armario. La salud mental es lo que no tenemos, lo que nos falta. Lo que debe ser, urgentemente, inventado. Lo que debe ser producido, creado, imaginado, entre todos y para todos. Lo que nunca, en realidad, ha acontecido. El armario, si acaso, está en el por-venir.
La salud la tendremos que producir, entonces, entre todos y para todos, o nunca la podremos sacar del armario. Porque, la pobre, esa que aún no ha nacido, nunca habrá, tampoco, estado allí.