Una carta para un abuelo

«Una carta para un abuelo», he ahí una iniciativa que me resulta especialmente repugnante y, para decirlo todo, inaceptable.

Para empezar, por lo de «abuelo». No hay «abuelos» solos, paseando por la calle, hombre. «Abuelo» es una relación binaria, es decir, h1 es abuelo de h2, pero nadie es abuelo «en sí». Puede uno ser padre de alguien (si es abuelo, lo es forzosamente, o tiene que haberlo sido), con seguridad es también cada uno hijo de algún otro, o bien en algún momento lo ha sido, y así sucesivamente.

Si a alguien a quien no conozco le llamo «hijo», es muy probable que se ofenda, o al menos se extrañe, ¿verdad? Y, sin embargo, bien podríamos decirle: «Oiga, Ud. es ciertamente un hijo, de su madre y de su padre (pongamos); es por eso que me estoy refiriendo a Ud. de esa manera». Con toda probabilidad, nuestro interlocutor no aceptaría esa explicación, nos diría: «Desde luego que soy hijo de mi madre, pero no soy hijo de Ud. ¡Deje de referirse a mí de ese modo!». Y tendría toda la razón.

Tampoco se ve por qué debería aceptar nuestras explicaciones, si la denominación que hubiésemos empleado fuese «abuelo». Si no somos sus nietos, ¿por qué deberíamos llamarlo «abuelo»? Pero, además, llamar a alguien «abuelo» es peor, mucho peor, que llamarlo «hijo». ¿Por qué? Porque, aunque todo el mundo sea o haya sido hijo (es decir, para todo humano h1 existe o ha existido otro humano h2 tal que h1 es hijo de h2), no todos los que tenemos una cierta edad somos abuelos. De hecho, algunos ni siquiera somos padres. Ni vamos a serlo. No entra en nuestros planes: es que no es algo obligatorio.

Para ser todavía más claro: no todos estamos metidos en esa furia compulsiva, irracional y estúpida, de reproducirnos a todo trapo, de perpetuar, de cualquier manera, la especie.

Para que se me entienda: llamar a las personas mayores «abuelos» o «abuelas» es como llamar a todas las mujeres «madre». ¿Verdad que suena mal? Sí, claro, porque ya hemos aprendido (algunos, no todos) que no se puede identificar ser mujer con ser madre. Pero se ve que todavía pensamos que llamar «abuelo» a una persona mayor es no solo algo correcto, sino también algo encantador y entrañable (ahora hay que encogerse de hombros y ladear la cabeza, mientras dejamos que se dibuje en nuestro rostro una mueca que aspirará a ser sonrisa).

Bien. Supongamos que nos hemos puesto de acuerdo en todo hasta aquí, y vamos ahora a por la «iniciativa»: «muchas personas mayores viven solas o viven en residencias y reciben muy pocas visitas»: La solución, o el paliativo, según la «iniciativa» (copio de la web, «Una carta para un abuelo»), es «enviar una carta» a «los abuelos», ya que «la felicidad llega en un sobre». Para que «tu experiencia sea más auténtica» (la del pobre iluso que participa y alimenta la «iniciativa»), «este año tu carta va dedicada» (se ve que en años anteriores resultaba suficiente escribir una especie de Carta a un Abuelo Abstracto): se te contará «un poco» sobre «una persona mayor que escogeremos de forma aleatoria», para que (¡atentos, que es muy fácil!) «puedas conocerla», y así te sea «más fácil escribir una carta llena de amor», un «mensaje de cariño y de ánimo». De este modo, «habrás regalado una sonrisa a tu abuelo» (énfasis propio: por lo visto, mediante ese procedimiento, el abuelo habrá pasado a ser «tuyo»).

A riesgo de resultar demasiado obvio, quiero señalar el extremo aplanamiento de las nociones que se están utilizando. «La felicidad» nunca está garantizada, de modo que no podemos saber de antemano si esta «llega en un sobre», o bien al pobre «abuelo» lo que le entran ganas es de tirarle el citado sobre por la cabeza al representante de la «iniciativa». «Conocer» a una persona, por otra parte, no se limita, tampoco, ni se puede reducir, a que se le cuente a uno «un poco» sobre ella: son ideas dañinas, de una tremenda banalidad, insoportable. Me resulta también extremadamente difícil de comprender que alguien pueda creer que es posible escribirle una carta «llena de amor» a un perfecto desconocido, aunque se le haya contado «un poco» sobre él: lo que es a mí, no me generaría, de entrada, amor ninguno; me parece un concepto devaluado del amor. Por último, tampoco creo, bajo ningún concepto, que todos los «abuelos» sean dignos de amor: muchos habrán sido unos cabronazos, unos perfectos hijos de puta, o personas francamente imbéciles y desagradables, ¿no es así? ¿O es que los impulsores de «la iniciativa» están rodeados, siempre, de personas que son todas excelentes? ¿Por qué tendría que desperdiciar mi tiempo mandándole un amor falso y que no siento a una persona desconocida y que no se lo merece?

No es una pregunta retórica. Tengo la respuesta. O algunas de las respuestas, que son varias.

1) Para quedarme tranquilo. He llegado a saber que existe un fenómeno, entre los «abuelos», que últimamente ha recibido la denominación de «soledad no deseada». Eso me genera inquietud: «tenemos que hacer algo» con los pobres «abuelos». En seguida aparece una «iniciativa»: ¡escríbele una carta, «llena de amor», a ese mismo «abuelo»! ¡Perfecto! Así puedo dormir tranquilo, ya he «hecho algo». ¡Hala, recicla un poco, y a dormir!

Es siempre el mismo mecanismo. Aparecen informes sobre la contaminación; algunas personas dicen «tenemos que hacer algo»; el Estado, pronto y raudo, nos pone a todos a reciclar, mientras las industrias siguen produciendo la mayor parte de la contaminación. «Es culpa vuestra», nos dicen, «¿No decíais que había que hacer algo? Pues hacedlo vosotros. En cuanto a las cosas de personas mayores, como la industria, ya nos ocuparemos nosotros, ¡pequeñines!». Y nosotros a separar el vidrio del plástico, mientras todo se va a la mierda.

No, no. ¡No! Ni es culpa nuestra, ni lo tenemos que arreglar nosotros, poniendo un parche estúpido, para que todo siga igual. Es el mundo el que está mal diseñado. Tenemos que cambiar el diseño del mundo. No nos queda otra. Volveré sobre eso, casi de inmediato.

2) Para seguir siendo un imbécil. Si no me hubiese adormecido prematuramente después de precipitarme a «hacer algo», debería haberme dado cuenta de que el problema de la «soledad no deseada» no es un «fenómeno» más o menos inexplicable, ni «el signo de los tiempos», ni tampoco «una plaga», ni una catástrofe natural, sino la consecuencia lógica de nuestros modos de organización social.

Si animamos a la gente a poner todos los huevos en una misma cesta llamada «la familia», en el momento en que «la familia» no funciona (mi marido murió y mis hijos no me hacen ni caso, por ejemplo), me encuentro con la «soledad no deseada».

Si animamos a la gente a verse, excepto en la familia, solo con gente de la misma edad, es muy fácil de entender: o muero relativamente joven (es decir, antes que los demás), o se mueren los demás antes que yo, y entonces me encuentro con la «soledad no deseada».

Si le decimos a la gente que solo pueden confiar en la familia («la gente es muy mala») y, por si no lo han entendido o no se lo han querido creer, promulgamos leyes tremendamente discriminatorias en contra de las personas que eligen modos de vinculación que no sean familiares, estamos generando una extrema desconfianza en las personas, para que no puedan tejer otros vínculos que podrían aliviar su «soledad no deseada».

Recapitulando: las personas de una cierta edad (no «los abuelos») envejecerán como vivieron. La vejez que uno tiene es la consecuencia de la vida que ha ido teniendo. Si uno quiere estar acompañado de mayor, tiene que irse buscando la compañía que quiere tener desde joven: es algo que lleva muchos años, en realidad toda la vida. Si uno no quiere limitarse a ver personas de otras edades en su propia familia, tendrá que empezar a tener relaciones con personas de otras edades desde joven (ah, pero hay que tener algo que decirles, a esos otros; eso es lo realmente difícil: a los mayores imbéciles nadie les hace ni caso). Si uno se pasa la vida torturando a los hijos, no podrá extrañarse de que nadie lo visite en la residencia. Es más: aunque se haya portado relativamente bien, o incluso muy bien, con los hijos, no cabe tampoco esperar que estos lo visiten. El contrato social, por el que el amor y los cuidados que uno prodigaba a los hijos se suponía que iba a recibirlo después de vuelta, cuando fuese mayor, está completamente roto. Podemos pensar lo que queramos sobre el asunto, pero la experiencia de muchas personas es que ya no puede esperarse eso: es una cuestión de estadística. No es buena idea apostar la propia ancianidad a un caballo que ya se sabe, de entrada, que tiene muchas posibilidades ya no de perder, sino de no terminar, ni siquiera, la carrera.

Las personas mayores (no «los abuelos») son víctimas de un sistema social estúpido y grotesco, en el que se sigue creyendo en cosas (como que los hijos nos cuidarán de mayores) que son clara y directamente falsas. Nos han entrenado para apostar por lo que nos condenará a la desgracia. Hay que tener el valor de enfrentar esa situación, y empezar a comportarse de otra manera. El sistema social debe ser cambiado. Adormecer nuestras consciencias mediante las «buenas acciones» no servirá de nada. Bueno, sí: servirá para ejercer más violencia simbólica sobre los mayores: les llamaremos «abuelos» sin permitirles protestar, y después esperaremos que les llene de «felicidad» recibir una carta «llena de amor» de un desconocido. Es decir, además de reducirlos, en la denominación, a su papel en la cadena de la reproducción, estaremos suponiendo que son perfectamente imbéciles. ¡Qué alegría! ¡A escribirrrrr!


Josep Maria (tengo 63 años, estoy por hacer 64, me jubilo en 3, y no tengo hijos, ni ganas de tenerlos. Y «abuelo» lo será tu padre).


P.S. El otro día fui al cardiólogo. La enfermera me dijo «aquí tiene su tarjetita» (la de la mutua), «ahora deje sus cosas en el colgadorcito, y ya le llamaremos». Le respondi «¿Ve Ud. esta tarjeta?», mientras le mostraba la de la mutua — «Sí, la veo» — «Y ¿le parece que es especialmente pequeña?» — «No, es de tamaño normal» — «Estupendo. Entonces, se trata de una tarjeta, no de una tarjetita; esto es un colgador, no un colgadorcito; y yo soy una persona de sesenta y tres años, no un niño, ni un retrasado, ni un imbécil».

Si lo hago yo solo nada cambiará; si lo hiciésemos todos, sin embargo...

Bueno; que nada cambiará, tampoco es cierto: yo me quedé de lo más descansado.


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